Ante esta temible eventualidad. Leo Szilard, un científico atómico húngaro refugiado en Norteamérica, pidió a Albert Einstein que llamase la atención del Gobierno americano sobre el peligro que amenazaba, si los nazis conseguían preparar una bomba atómica. Entre dudas y reticencias, el tiempo pasó. Entre tanto, los ensayos y las investigaciones nucleares habían proseguido en Princeton, en Berkeley, en Columbia. En 1941, los japoneses atacaron Pearl Harbor. Estados Unidos era ya un país beligerante. Ello precipitó la decisión. En agosto de 1942 se llegó a un acuerdo para unir esfuerzos entre el Gobierno americano y el británico a fin de comunicarse sus investigaciones, y el Ejército americano recibió el encargo de dar prioridad absoluta, acelerando, coordinando y recabando cuantos recursos fueran necesarios para realizar un proyecto al que se le puso el nombre clave de «Manhattan». Su objetivo era fabricar ¡a primera bomba atómica.
En el otoño de 1942, el general Leslie Graves, que había sido designado responsable del provecto, se entrevistó secretamente con el físico Roben J. Oppenheimer, un brillante investigador cuyas cualidades personales de animador, capacidades de coordinador y poder de captación le hacían especialmente idóneo para dirigir en ¡o técnico la suma de esfuerzos que iba a representar e! proyecto.
El lugar elegido para situar la planta de acabado fue Los Alamos, en Nuevo México, lejos de cualquier centro habitado. En la bomba se puso a trabajar un ejército de científicos, de técnicos, de militares: directa o indirectamente, más de cien mil personas, la mayoría ignorantes de la finalidad rea! de su trabajo. La movilización fue total. Todos los recursos disponibles se pusieron al servicio de la gigantesca empresa. Cientos de millones de dólares se gastaron en un esfuerzo tecnológico que abarcó una colosal planta construida en Tennessee, un grandioso laboratorio en la Universidad de Columbia, una enorme instalación en Oak Ridge, otra en Hanford. Y en Los Alamos, junto a la planta atómica, surgió una ciudad habitada por los científicos y sus familias. Era difícil que aquella dispersión no traicionara el secreto exigido. Pero los severísimos controles y la más estricta vigilancia evitaron cualquier filtración
Al principio se creyó que la bomba estaría lista en un año, pero se llegó a 1944, con el proceso muy avanzado. La evidencia de que Alemania no podría ya obtener la bomba y el sesgo favorable de la guerra contra Japón decidieron al científico danés Niels Bohr, premio Nobel de Física, a dirigir un memorándum al presidente Roosevelt previniéndole contra «la terrorífica perspectiva de una competencia futura entre las naciones por un arma tan formidable». Pero el mecanismo infernal no podía ya detenerse. La posesión de la bomba era un objetivo demasiado codiciado.
En julio de 1945, todo estaba listo para la gran prueba. En Los Alamos se hallaban Oppenheimer, Bohr, Fermi, Bethe, Lawrence, Frisch... toda la plana mayor de los sabios nucleares. El día 16, a las dos de la madrugada, las personas que debían intervenir en la primera prueba estaban en sus puestos a varios kilómetros del punto cero. Se fijó la hora H para las 5 de la madrugada. A las 5.30, una luz blanca, radiante, mucho más brillante que el sol de! mediodía, iluminó el desierto. las montañas en ¡a lejanía...
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